MUSICA Y VIDEO, OCIO Y EVENTOS
"PURO VICIO": EL CORAZÓN QUEBRADO DE UN DETECTIVE HIPPIE
A partir de la novela de Thomas Pynchon, Paul Thomas Anderson concibe un sórdido retrato de la sociedad norteamericana de los años setenta, al mismo tiempo que realiza una incisiva, laberíntica e hipnótica cartografía a través de la mirada alucinada de un detective hippie consumidor de hierba a quien pone rostro un memorable Joaquin Phoenix.
Por Carlos Tejeda
¿Hasta que punto el personaje de Doc Sportello, encarnado por Joaquin Phoenix, es en cierta manera una suerte de Quijote? Quizá no sea una casualidad fonética que su abogado se llame Sauncho (Benicio de Toro). Como que también el mismo Doc, un detective privado hippie, viva permanentemente bajo los efectos de los porros que consume y que de una forma u otra tergiversan su percepción de la realidad, al igual que las novelas de caballería hacían lo propio con el hidalgo imaginado por Cervantes.
Como también hay algo de novelesco en su figura, con el pelo alborotado, sus enormes patillas o su actitud desinteresada cuando acepta ayudar a la novia que un día quebró su corazón. Además, por su manera de vivir, fuera de tiempo, sin importarle las cosas que suceden a su alrededor, dejándose arrastrar por el azar, por la complacencia que le proporciona la hierba y al margen de las convenciones sociales, esas que por otra parte edulcoran los spots de televisión. Como aquel que ve al inicio del film sobre una urbanización y cuyo anunciante, como se sabrá poco después, es el desmesurado y egocéntrico inspector de policía "Bigfoot" Bjorsen, interpretado por un sobresaliente Josh Brolin, quien, con una peluca rizada, collares y estrambótica camisa espeta ante la cámara un «¿Qué tal Doc?», como si se dirigiese ex profeso al propio protagonista.
Sin embargo, ¿es todo esto una alucinación del propio Sportello? Porque a partir de esos instantes el espectador se verá inmerso en un relato hipnótico, confuso, impregnado por una extraña sensación de irrealidad que flotará a lo largo del metraje. Una irrealidad en parte potenciada por las propias atmósferas, generando la duda sobre si lo que se contempla es en realidad un espejismo, ya que Paul Thomas Anderson muestra en todo momento el punto de vista del propio Doc, aunque de tanto en tanto haya una voice over femenina que va apuntalando la historia.
Pero antes de ese anuncio de televisión, la secuencia que abre el film, cuando Doc recibe la visita de su ex-novia Shasta Fay Hepworth (Catherine Waterston) quien le pide que encuentre a su nuevo amante, un magnate del mundo inmobiliario cuyos proyectos publicita "Bigfoot" Bjorsen, y quien ha desaparecido en extrañas circunstancias. Pero el desarrapado Doc, al igual que el Philip Marlowe de Raymond Chandler, es en el fondo un sentimental, aunque en el caso de aquel su existencia navegue entre las brumas del pasado y las que le proporciona la marihuana, como queda patente en la secuencia siguiente, en la despedida entre ambos, con ella subiéndose a su automóvil temerosa de que la estén siguiendo y él contemplando como aquella se marcha. Escena que da paso a los títulos de crédito a los que acompaña el hipnótico tema Vitamin C del grupo Can. Porque ese es el punto de partida de un sórdido itinerario por los entresijos de esa utópica prosperidad norteamericana ambientada en la California de los años 70.
Sin bien otro film noir como La noche se mueve (Night moves, Arthur Penn, 1975) reflejaba el desencanto general de las políticas de Nixon tras el estallido del caso Watergate en 1972 que conllevó su dimisión del cargo presidencial dos años después, Puro vicio transcurre un par de años antes, en 1970, cuando el país vive en un ambiente estigmatizado por numerosos conflictos como la guerra de Vietnam o la segregación racial y en el que todavía se siguen pronunciando nombres como el de Charles Manson. Elementos que flotan en un relato sombrío, laberíntico y alucinado que muestra un paisaje en decadencia salpicado por las especulaciones inmobiliarias, los oscuros negocios de las grandes corporaciones o las corrupciones policiales. Un paisaje habitado por grupos de ideología nazi, ex‒heroinómanos, dentistas depravados, delincuentes de poca monta, abogados de tres al cuarto y almas perdidas. Un paisaje por el que transita un Doc dando tumbos y recibiendo palizas de tanto en tanto, incluso del propio "Bigfoot" Bjorsen, personaje que en cierta manera viene a ser su antítesis pero quien a pesar de su aparente dureza y su impoluta fachada trajeada es un ser corrupto y frustrado, quizá tan infeliz como el propio Doc.
La cámara de Anderson sigue en todo momento a Doc durante el curso de su investigación. Una investigación que si bien es el eje sobre el que se sostiene la trama, es también la excusa, tanto de Pynchon como de Anderson, para elaborar un gran fresco poblado por una maraña personajes del más diverso pelaje, plagado de situaciones rocambolescas y salpicado con multitud de matices que en cierta manera pueden traer reminiscencias de las enrevesadas tramas del citado Chandler. Porque el cineasta, quien se ha revelado como un incisivo cronista de su país, al menos en sus últimas películas, concibe, casi a la manera de un entomólogo, un crudo retrato pesimista, aunque esté sazonado con toques de humor negro, en el que hace saltar por los aires las benevolencias del tan publicitado estilo de vida americano.
Pero ¿hasta que punto Norteamérica no es en sí misma una alucinación, una generadora de cantos de sirena que ha acabado engullendo a muchos de los hipnotizados por sus promesas? Quizá, por eso mismo, la única forma de supervivencia de Doc es la evasión que le proporciona la marihuana.
'Confesiones a Alá' o la pobreza que alimenta el islamismo
Por Paloma Fidalgo
Este excelente monólogo, que lleva dos años en cartel y por el que su intérprete, María Hervás, estuvo nominada a los Premios Valle Inclán, analiza sin demagogias el papel de la religión en nuestra sociedad y el éxito de los grupos islamistas.
La época de la Ilustración disolvió, cual aspirina efervescente, el elemento religioso de nuestras sociedades, levantando una (relativa) frontera entre el pensamiento religioso y la razón, y, en gran medida por influencia del sociólogo Weber y de la modernización industrial, confinando la práctica religiosa a la esfera individual, privada, de la vida. Eso de rezar, mejor hacerlo en casa. El escenario descrito se afianzó muy lentamente, pero se mantuvo más o menos intacto, aunque con grandes diferencias entre países, hasta hace algo más de una década, cuando la religión volvió a ganar importancia, por motivos diversos.
O tal vez sea la religiosidad lo que está en alza. Esto es, el aprovechamiento de la religión con unos fines que pueden no tener nada que ver con la fe, en tanto que lo que se pretende es instrumentalizar las confesiones y los miedos existenciales para acumular poder o mantener un estatus económico. Así, los dogmas religiosos no solo se han vuelto más visibles y se han sacudido complejos, también proliferan las fuerzas políticas basadas (o eso dicen) en principios religiosos. Dos cosas, estas, que aparentemente ocurren con mayor intensidad en áreas musulmanas, pero, por un lado, en el Islam hay movimientos secularizados muy fuertes, y, por otro, no son ajenos al fenómeno India e Israel, y en el ámbito occidental, la religión ocupa un papel nada desdeñable en la política en países de Europa del Este y, por supuesto, en el país donde los presidentes del gobierno rubrican sus discursos con un "God bless you", Estados Unidos.
El arte, y dentro de él, el teatro, no es ajeno al fenómeno descrito. Recientemente veíamos en el Teatro Español una estupenda versión de La sesión final de Freud, donde el creador del psicoanálisis enfrentaba su ateísmo al férreo catolicismo de C.S. Lewis. Entre tanto, dos años lleva en cartel (y llenando en casi todas sus funciones) el espléndido monólogo Confesiones a Alá, basado en la novela homónima de Saphia Azzeddine, en versión del director Arturo Turón y con una soberbia interpretación de María Hervás, que le valió una nominación a los Premios Valle Inclán 2013. La espina dorsal de la pieza es la práctica de la religión, y esa dicotomía entre su exposición pública y su reserva a lo privado. Qué lugar ha de ocupar en la esfera pública, si hay supuestos apóstoles que distorsionan la palabra sagrada en su beneficio personal, cómo hemos de relacionarnos con nuestros dioses, si podemos increparlos o solo hemos de venerarlos... Son dudas que se va formulando, de la manera más auténtica e inocente, la joven Jbara, una pastora de un pueblo marroquí encaramado entre montañas, Tafafilt, a la vista de los acontecimientos de su vida.
Acontecimientos que, de paso, nos llevan a reflexionar sobre otros dos temas: por un lado, el determinismo del siglo XXI, cómo nacer en un lugar social y políticamente descuidado puede condicionar destinos individuales incluso de manera trágica, abortando toda esperanza de calidad de vida. Por otro lado, el tan preocupante fenómeno de los grupos islamistas (que no islámicos); la obra expone, abonando una teoría a la que también se apuntan estudiosos como Sami Nair, que el caldo de cultivo y una de las claves del éxito de estas organizaciones residen en los estratos de pobreza de Oriente Medio, pues los grupos islamistas ofrecen a la gente asistencia allí donde el Estado no actúa, en las huecos que debería cubrir un Estado del Bienestar. Occidente, años después de provocar varios polvorines en la región, se relaciona, sobre todo económicamente, con regímenes que, en nombre de la religión, establecen esos sistemas políticos, sociales y económicos que atentan contra los derechos humanos, sobre todo contra los de las mujeres, a quienes cosifican y de quienes abusan a todos los niveles.
Aunque, para rizar el rizo, y en un alarde de talento de la escritora Saphia Azzeddine, el texto ofrece una tercera lectura, intimista, pues muestra la metamorfosis de la personalidad de la protagonista, la joven Jbara, a causa de las calamidades que vive: huye de su pequeño pueblo de base patriarcal cuando su familia la repudia al quedarse embarazada, se ve obligada a dar a luz en condiciones inhumanas, a abandonar a su bebé, a padecer abusos sexuales para conseguir trabajo, a entrar en ese mundo de engañosa apariencia que es la prostitución de lujo, o a padecer la cárcel y sus cloacas. Todo la conduce a ser más belicosa y más introspectiva. Jbara se construye un universo paralelo, algo así como la caverna de Platón, una idea propia de dios, donde se sincera con Alá. Se confiesa y le expone, de la manera más inocente, su escepticismo y sus críticas sobre esa viciosa sociedad de la que no puede escapar, y que la sanciona, con poco sentido, en nombre del profeta. ¿Se obvia la cuestión del velo? Pues sí, pero la trama tiene suficiente textura como para que no se eche en falta.
Confesiones a Alá es un monólogo duro por los temas que plantea, pero inteligentemente aliviado por el tono irónico, sarcástico y, por momentos, cómico que lo preside. Tiene mucho de autoficción, ya que su autora, Saphia Azzeddine, lo construyó fabulando sobre su propia vida, y como el inicio de una trilogía. En la versión que podemos ver ahora en el Teatro Lara de Madrid, la actriz que encarna a la protagonista, María Hervás, sostiene con buen ritmo las casi dos horas de función. Su talento y el tiempo que ya lleva la pieza en cartel le permiten brindarnos una sólida interpretación impregnada del acento y carácter marroquíes, y afrontar la montaña rusa de emociones que recorre la obra.
Un texto revelador, que se atreve de frente y sin tibiezas ni moralismos con la cuestión musulmana, tanto en su vertiente religiosa como en la social y en la política, yendo de lo general a lo concreto, personalizando, sobrepasando logomaquias y efectismos políticos o periodísticos. Nos traslada al corazón del problema, a las mayores víctimas que tiene la situación, la población más pobre. Un texto neutral, que carga sobre todo contra quien, en Oriente y Occidente, consiente a los que, instalados en el poder, abusan e instrumentalizan la religión. Un texto para no perdérselo.
Confesiones a Alá. Teatro Lara de Madrid. www.teatrolara.com
Una comedia negra sobre las negociaciones con ETA
Borja Cobeaga, tras su guion para 'Ocho apellidos vascos', cambia de registro y realiza 'Negociador', una de las películas españolas más osadas de los últimos años.
Por Israel Paredes
Borja Cobeaga, tras su guion para 'Ocho apellidos vascos', cambia de registro y realiza 'Negociador', una de las películas españolas más osadas de los últimos años.
A partir de las conversaciones entre el presidente del PSE vasco, Jesús Eguiguren, en la película Manu Aranguren, interpretado por un excelente Ramón Barea, con ETA en los años 2005 y 2006, Cobeaga ha realizado Negociador, una comedia extraña, estimulante e irregular pero que posee en su interior bastante más de lo que a primera vista pueda parecer, si bien gana con el paso de los días, cuando se piensa en ella.
Tras dos películas de corte "generacional" como Pagafantas y No controles y el arrollador éxito de 8 apellidos vascos, Borja Cobeaga, director de las dos primeras y guionista de la tercera, no ha buscado para su siguiente largometraje un lugar cómodo, sino que se ha lazando -sin red- a realizar una película controvertida desde su propia concepción. Porque hablar de las negociaciones entre el Gobierno y la banda terrorista ETA desde la comedia es algo tan arriesgado como, quizá, saludable. Impensable hace unos años, Negociador puede ser una de las películas españolas más osadas de los últimos tiempos y que, si bien no alcanza del todo lo que pretende, se acerca bastante. Sobre todo porque resulta una película incómoda para el espectador, porque uno se ríe cuando no debería y de cosas de las que en teoría no tendría que reírse.
Cobeaga lleva a cabo un ejercicio de estilo y de tono muy complicado. Por un lado toma la tradición valleinclanesca del esperpento, de manera consciente o no, quizá la herencia está tan arraigada en la comedia española, en toda su amplitud, que no es siempre fácil de rehuir. Pero no se queda ahí, sino que introduce un tono cómico muy del momento, de eso que algunos han venido a llamar post-humor y que es algo así como hacer humor sin querer hacerlo, o, mejor dicho, a través de una elaboración de lo cómico alejado de los términos más convencionales extremar la seriedad para sacar de ella su lado más jocoso. Así, Cobeaga parte de una situación "seria", como son las negociaciones entre Manu y Jokin (Josean Bengoetxea), quien representa a ETA en un primer momento, con Sophie (Melina Matthews) y Nicholas (Jons Pappila), traductora y observador internacional respectivamente de las conversaciones. Cobeaga plantea la película, tanto en el plano visual como en el narrativo, desde el drama, desde la seriedad, y sin embargo lo que resulta es una comedia amarga y sombría. A diferencia de sus dos primeras películas, en Negociador Cobeaga no recurre a los sketchs ni a la sucesión de gags, aunque haya alguno sobre todo en la parte final de la película; también se aleja de sus primeras obras en el trabajo de puesta en escena, aquí mucho más cuidada y cartesiana, con una confección de los encuadres muy precisa, geométrica, con una tendencia a desnudar los planos y a alejarse del exceso. Queda de esta manera una película muy sobria y concisa, tan solo rota con las secuencias finales con las detenciones, un exceso visual que por desgracia rompe con el buen tono y ritmo del resto de la película.
Porque esa sobriedad visual acompaña a la historia, la cual no intenta dar respuestas, sino adentrarse en lo que podríamos llamar los tiempos muertos de las negociaciones, aquello que transcurre alejado de las grandes conversaciones; estas aparecen en un par de ocasiones, tan solo para mostrar las distancias, y también la cercanía, de algunas de las posturas con algún apunte cómico/irónico bastante divertido. Pero fuera de las salas de reuniones lo que pretende Cobeaga es mostrar a sus participantes desde su lado más humano y, también, más cotidiano, incluso aburrido. Y ahí es donde la elección del director de un estilo visual tan cerrado, tan cuadriculado, sirve para enfatizar aún más, junto a la fotografía en tonos oscuros, la complejidad de las negociaciones. Cuando Jokin es sustituido en las conversaciones por el jefe de ETA, Patxi (Carlos Areces: elección arriesgada, aplaudible y fallida a partes iguales), Cobeaga muestra la lejanía que se produce en el terreno personal. A partir de ahí la película baja en intensidad aunque depare algunos buenos momentos, pero es cuando se comprende lo que Cobeaga ha pretendido, y conseguido en cierta manera, hacer: alejarse de los grandes discursos y buscar una mirada nueva y diferente desde lo humano, desde lo cotidiano, a partir de un momento de gran relevancia.
Quien busque en Negociador un relato fidedigno o lo más aproximado posible a lo que sucedió en un hotel de Francia, puede que se sienta defraudado: no pretende Cobeaga alzarse como narrador de esas conversaciones. Busca ahondar en cierta ridiculez de la condición humana (la comedia siempre fue un vehículo extraordinario para ello) mostrando a dos contrarios que discuten alrededor de temas que, llevados al extremo, acaba resultando absurdos. Porque son bastante menos adversarios de lo que parece. Y al final, cuando no todo termina, lo que queda es el retrato del absurdo, cuando Manu, en una secuencia de cierre que se relaciona directamente con la que abre la película, descubre lo fácil que es pasar de ser odiado a ser respetado. Y en esos detalles se encuentra lo relevante de Negociador, porque están llena de recovecos, de pequeñas ideas que, al final, cuando pasa el tiempo y se piensa, se descubre que bajo la película hay bastante más que una simple farsa.
"Ex Machina": Lucha de sexos e Inteligencia Artificial
El escritor y guionista Alex Garland debuta en la dirección con Ex Machina, curiosa cinta de ciencia ficción minimalista sobre la inteligencia artificial.
Por Israel Paredes
El escritor y guionista Alex Garland debuta en la dirección con Ex Machina, curiosa cinta de ciencia ficción minimalista sobre la inteligencia artificial.
Caleb (Domhnall Gleeson), un joven programador, gana una invitación para reunirse con el enigmático Nathan (Oscar Isaac), quien vive en medio de la naturaleza desde donde dirige sus empresas alejado de la sociedad. Cuando Caleb llega, descubre que en realidad Nathan lo que desea de él es que se enfrente a Ava (Alicia Vikander), una robot dotada de inteligencia artificial, para comprobar si puede pasar por humana ante los ojos de cualquiera.
A partir de esa premisa, y jugando con todo tipo de referencias, tanto ajenas como propias, Garland construye una película que, de principio a fin, se mueve en el alambre, transmitiendo una cierta sensación de debilidad en la propuesta, como si en cualquier instante -y en algunos momentos ocurre- la película fuera a caerse por completo. Hay salidas de tono que rompen con el ritmo lento y pausado, pero no aburrido, de la narración, si bien este va creciendo hasta el final.
Ex Machina es una película de ciencia ficción de cámara: pocos actores (cuatro principales, por no decir que tres), un escenario reducido y todo ello mostrado a través de un elegante y minimalista sentido de la puesta en escena. Garland rehúye el exceso (aunque en esas salidas de tono rompa con su propósito en momentos puntuales) para elaborar una película que se mueve en los derroteros de las historias de los mad doctors y de la confrontación entre hombre versus máquina para al final acabar entregando una obra sobre la lucha de sexos. Que Garland haya apostado por una visualización geométrica en la que cada plano está perfectamente construido, enfatizando con ello el espacio cerrado en el que se desarrolla la mayor parte de la acción, crea una sensación racional y ordenada que contrastará al final con algunos elementos de la trama. Por otro lado, le sirve para crear un mundo cerrado en sí mismo, claustrofóbico. El contraste que crea entre los interiores de la casa y los paisajes naturales de los exteriores, que se perciben a través de los ventanales así como en las puntuales salidas de la casa por parte de los personajes, es revelador; primero porque enfatiza aún más la sensación de encierro, casi de asfixia, que se produce en las secuencias de interior; en segundo lugar, porque lo natural se enfrenta, en el plano visual, con la artificialidad de los robots, con la alta tecnología.
La película se estructura en base a dos enfrentamiento: Caleb y Nathan y Caleb y Ava (nombre cuya relación con "Eva" es bastante obvio). En el primer caso, se basa en la relación genio-discípulo, primero fundamentada en la fascinación, después en la desconfianza, finalmente en el enfrentamiento directo. La segunda, en cambio, y mucho más interesante, se basa en las conversaciones entre Caleb y Ava (con una Vikander excelente), cuyas charlas derivan de lo rutinario a un juego de seducción, con intriga detrás, en el que Ava va poco a poco llevando a Caleb hacia su terreno. Ambos enfrentamientos, evidentemente, confluyen en todo momento y crean un triángulo entre los personajes en el que todo se presenta como un juego de espejos en el que se presiente nada es lo que parece.
Lo interesante es que la seducción entre Caleb y Ava responde, de manera totalmente voluntaria, a la clásica fórmula de las tramas románticas más al uso y que Garland se ocupa, al final, de dar un giro radical para, desde la ironía, desmontar todo lo anterior. Y lo hace, además, para desarrollar una cierta reflexión sobre la razón y la emoción, sobre el poder de los sexos, sobre qué es aquello que acaba haciendo a Ava parecer más humana. La inteligencia y la acumulación de datos de Ava son tan importantes como el conocimiento emocional de los hombres, sobre cómo poder manipularlos. Si a esto se añade la colección de mujeres-robot que posee Nathan, el final, no puede ser más revelador sobre las intenciones de Garland.
Ex Machina no es una película redonda, pero sí lo suficientemente inteligente y bien construida, que consigue trabajar elementos más o menos reconocibles, tanto en el terreno argumental como en el visual, para conseguir entregar una obra original, muy personal. Desde un concepto de la ciencia ficción más intimista, se centra en los personajes, en sus interacciones, en los diálogos y, esto es muy importante, en las miradas, porque en ellas se va desvelando sus intenciones. Las cuales nos conducen a un final acelerado y un tanto excesivo que rompe con la armonía tonal del resto de la película, aunque no lo suficiente como para evitar que la primera película de Garland sea una obra más que apreciable y disfrutable.
'Kingsman: Servicio secreto'
Adaptación de la famosa novela gráfica, Kingsman: Servicio Secreto es una de las mejores películas de acción del cine reciente no exenta de una fina crítica hacia asuntos actuales.
Por Israel Paredes
Adaptación de la famosa novela gráfica, Kingsman: Servicio Secreto es una de las mejores películas de acción del cine reciente no exenta de una fina crítica hacia asuntos actuales.
El nombre de Matthew Vaughn no es demasiado conocido para el público en general; sin embargo, desde su debut en 2004 con Layer Cake, se ha convertido en uno de los mejores directores de acción del momento gracias a películas como Kick-Ass: Listo para machacar (2010), X-Men: Primera generación (2011) y, ahora, con Kingsman: Servicio secreto, la cual es, además, una de las mejores propuestas dentro del género de los últimos tiempos.
A partir de la novela gráfica de Mark Millar y Dave Gibbons, Kingsman ya muestra en su secuencia de apertura al sonido, ya de por si irónico la elección de Money for Nothing de Dire Straits, por dónde se encaminará la película: acción, violencia y una enorme dosis de desinhibición y jovialidad que no anula, sin embargo, una mirada crítica hacia la realidad. La película es la unión de muchas películas y de muchos géneros, pero en esa mezcla libertina y enloquecida aparece la personalidad de Vaughn. Película de espías al estilo Bond, comedia juvenil de internado (durante el entrenamiento), drama social también muy british... todo cabe en una producción de elegante y cuidada puesta en escena capaz de combinar los momentos más intimistas y tranquilos con secuencias de acción deslumbrantes en su construcción y con algunas verdaderamente tan enloquecidas como geniales, como esa con los fuegos artificiales al final en la que la película toma una postura, llamativa siendo el tipo de producción que es, con un contenido tan crítico como provocador, o bien, la hiperviolenta escena en el interior de una iglesia de fanáticos religiosos que deviene en una bacanal de violencia desmedida.
Las buenas maneras y lo chabacano se dan la mano en Kingsman, no solo en el interior de la película, es decir, en la historia, sino también en su construcción visual. Y, a partir de ahí, elabora una mirada hacia la lucha de clases, hacia su abolición desde cierta y contradictoria reivindicación, así como hacia los poderes que gobiernan el mundo. Todo, eso sí, bajo una capa de frenética acción. Ahí es donde Kingsman brilla, en su capacidad para aunar no solo diferentes referencias cinematográficas sino también para dotar a la historia de un cierto discurso más allá de la mera historia de un malvado (encarnado por un magnífico Samuel L. Jackson) que quiere salvar a la Tierra de los humanos bajo unos ideales que no son complicados de entender en un primer momento aunque no tanto en su derivación final, contra unos agentes secretos de la más alta alcurnia británica encabezados por dos geniales Colin Firth y Mark Strong, con la ayuda de Michael Caine, y con el añadido del joven cockney interpretado por Taron Egerton y que está llamado a rebajar socialmente a tan altiva asociación secreta. El fino corte de los agentes se ve contrarrestado, y presumiblemente para próximas entregas, por los supuestos bajos modales.
Vaughn orquesta todo con un magnífico dominio del sentido de la acción y de la comedia y, sobre todo, de la (auto)parodia: en varios momentos se asevera en Kingsman que no estamos ante la típica película de espías y a partir de los esquemas constructivos de este tipo de cine el cineasta los moldea a su gusto, los parodia desde una total irreverencia llena de respeto, lo cual da como resultado una película que en su forma externa nos remite a un cine específico, tan exagerado como imposible, pero que desde su interior, desde su narración, es transformado en algo diferente. Evidencia sus costuras para a partir de ellas tejer una historia totalmente libre, sin complejos, que sabe qué está ofreciendo pero que no se detiene ahí para introducir esos elementos críticos que hacen de Kingsman algo más que un mero entretenimiento, aunque lo es, y de los mejores que se han podido ver en los últimos tiempos si se le da la oportunidad y uno se deja arrastrar por sus imágenes.
Y es que en su subversión y parodia sin límites, Kingsman termina con una de las más insólitas secuencias que mira a los finales sexuales de las películas de Bond...
A PROPÓSITO DE "EL FRANCOTIRADOR": BREVES APUNTES SOBRE LA MIRADA DE CLINT EASTWOOD
Por Carlos Tejeda
Más allá de ese clasicismo que envuelve la obra de Clint Eastwood, lo cierto es que buena parte de sus títulos son incisivas miradas sobre la sociedad norteamericana a pesar de que la mayoría naveguen por terrenos ambiguos e incluso hasta discutibles.
Desde Sin perdón (Unforgiven, 1992) la obra de Clint Eastwood ha ido adquiriendo una mayor entidad no solo en cuanto a su incuestionable manejo del tratamiento narrativo o la puesta en escena, consolidándole como uno de los grandes cineastas de la actualidad, sino que también le ha ido postulando como un agudo observador de la realidad norteamericana. Unas intenciones, aunque todavía en forma de esbozo, que ya desprendían sus primeras películas caso de El fuera de la ley (The outlaw Josey Wales, 1976) o Aventurero de medianoche (Honkytonk man, 1982), a pesar de que entre unas y otras rodó otros títulos con un carácter marcadamente comercial. Sea como fuere, Sin perdón, que la concibió cuando ya contaba sesenta y dos años de edad, significó que detrás de esa imagen de hombre duro que había comenzado a ganarse en tiempos de Sergio Leone, había un narrador con una voz propia, alguien que a pesar de haber acostumbrado al espectador a buenas películas policíacas o de acción, tenía en el tintero muchas más cosas que decir. Porque a partir de aquel momento, y a pesar de sus altibajos, comenzó a concebir una serie de frescos que retrataban las luces y las sombras de su país, alternando ejercicios con carácter de revisión histórica con radiografías sobre la sociedad contemporánea.
Fiel a ese espíritu, Eastwood vuelve una vez más a poner el dedo sobre la llaga en un conflicto reciente pero tan delicado como la guerra de Irak a través de Chris Kyle, un soldado de élite, a quien encarna con solvencia Bradley Cooper, que posee la proeza, si es que se puede decir así, de haber batido el mayor número de enemigos como francotirador del ejército norteamericano. El veterano cineasta lleva a cabo una sobria disección sobre un hombre que lo único que sabe hacer es disparar, aunque al mismo tiempo viene también impregnada por una cierta ambigüedad que de alguna manera acaba empañando la película. Algo que se pone de relieve por el uso de imágenes de archivo que incorpora tras cerrar la trama de forma magistral. Unas imágenes que acaban restándole fuerza a un trabajo que en su desarrollo contiene momentos brillantes y que una vez más ponen en cuestión esa ambigüedad en la que suele desenvolverse el cineasta.
Y ese es uno de los puntos débiles de Eastwood, que en cierta manera navega entre dos aguas, entre la mirada crítica pero también entre esos efluvios ideológicos que en ocasiones acaban haciéndole transitar por terrenos maniqueístas que le impiden imprimir un mayor riesgo a sus propuestas y con ello potenciar un discurso más profundo. Aunque siempre consiga la suficiente contención ayudado por su depurado sentido de la puesta en escena. Y aunque también se comprenda que esa filosofía es algo inherente en el ciudadano norteamericano que se le inculca desde la propia infancia. Incluso en otras cuestiones, como en el manejo de las armas, al igual que con Kyle y su hermano hace su padre. Un hondo sentimiento tan específico de aquella sociedad que se transforma en una profunda conmoción cuando el orgullo es herido dentro de sus fronteras con un atentado como fue el de las Torres Gemelas de Nueva York. Una tragedia que, tras los momentos de sobresalto y turbación, la ciudadanía enseguida afronta a través de esos valores. Al igual que le sucede al propio Kyle quien, tras contemplar atónito junto con su mujer dicho ataque por televisión, toma la determinación de alistarse en el ejército.
Sin embargo ello no ha impedido que la mirada de Eastwood haya indagado en los claroscuros de su país, también dentro del género bélico, llegando a cuestionar algunos de sus iconos como hizo en Banderas de nuestros padres (Flags of our fathers, 2006) donde se pone de manifiesto la manipulación y las mentiras de la política norteamericana generadas a partir de la célebre instantánea de Joe Rosenthal del grupo de marines alzando la bandera en el monte Suribachi. Una mirada que alcanzó una mayor sobriedad cuando el veterano cineasta abordó los mismos hechos desde otra perspectiva, la del bando contrario, el japonés, en Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2006). Pero ese ejercicio de revisión histórica ha proseguido en títulos como El intercambio (Changeling, 2008), de nuevo una visión crítica a los poderes institucionales ambientada a finales de la década de los años veinte, o J. Edgar (2011) en el que a través de la figura del fundador del FBI, concibe una lúcida radiografía sobre los entresijos y las maniobras del poder.
Pero esas indagaciones en la historia de su país, todas ellas con el denominador común de la violencia como expresión sobre la que se ha forjado la nación, están presentes ya en sus westerns, el género donde comenzó precisamente su andadura como actor. El fuera de la ley que viene a explorar las secuelas de la Guerra Secesión Norteamericana o El jinete pálido (Pale rider, 1985) que en cierta manera viene a ser el film que prefigura Sin perdón, un oscuro retrato crepuscular sobre la decadencia de una época y al mismo tiempo un ejercicio de desmitificación de unos tiempos que poco tuvieron de gloriosos.
Sin embargo, a pesar de las producciones más o menos comerciales que rueda con una cada vez mayor solvencia, lo cierto es que Eastwood prosigue hurgando en temas un tanto delicados aunque, por otra parte, dado su estatus, se van deslizando prácticamente sin levantar demasiada polvareda, a pesar de que Poder absoluto (Absolute power, 1997) es una ficción sobre los tejemanejes de la alta política cuando un ladrón, al quien encarna el propio Eastwood, presencia ces testigo de un asesinato que involucra al presidente de la nación, de que saque a la luz las miserias de una sociedad en apariencia distinguida como en Medianoche en el jardín del bien y del mal (Midnight in the Garden of Good and Evil, 1997), que cuestione temas tan controvertidos como la pena de muerte en Ejecución inminente (True crime, 1999), que sean frescos que una vez más ponen de manifiesto como la violencia sigue siendo el eje sobre el que se rige una buena parte de la sociedad norteamericana como en Mystic River (2003), que conciba una reflexión sobre temas tan antagónicos como la religiosidad y la eutanasia en Million Dollar Baby (2004) o tan delicados como la xenofobia en Gran Torino (2008).
Una particular visión que también lleva a cabo a través de una pasión confesa como es la música. Una pasión que ya estuvo presente a través de la composiciones del pianista de jazz Erroll Garner que conforman la banda sonora de su primer largometraje como director, Escalofrío en la noche (Play misty for me, 1971) y que después será el eje temático de títulos posteriores. Desde el Aventurero de la medianoche, película que transcurría en los años treinta, durante la Gran Depresión y que ya prefigura las directrices estilísticas del cineasta, encarnando aquí la decadencia de un alcohólico músico de country; hasta el jazz, a través de uno de sus grandes creadores, el saxofonista Charlie Parker en Bird (1988), que le servirá para sumergirse en la trastienda de la década de los cuarenta y de uno de los géneros musicales predilectos de Eastwood que le ha llevado incluso a grabar discos. O la más reciente Jersey boys (2014), de nuevo otra indagación eastwoodiana que trata de desentrañar esa línea difusa entre el mito y la realidad a través de la peripecia vital de Frankie Valli y The Seasons quienes alcanzaron una gran popularidad con sus voces de falsetes. Una pasión por la música que le llevaría al terreno del documental en Piano Blues (2003) que realizó dentro de la serie The Blues de Martin Scorsese.
Sea como fuere, el octogenario director sigue demostrando estar en plena forma como una vez más ha puesto de manifiesto en El francotirador, a pesar de lo discutible que pueda resultar su discurso.
"El francotirador": Clint Eastwood retrata a una "máquina de matar"
El veterano director dirige "El francotirador", retrato de Chris Kayle, mortífero francotirador de los SEAL, en una película controvertida y ambigua, pero por ello mismo muy interesante.
Por Israel Paredes
El veterano director dirige "El francotirador", retrato de Chris Kayle, mortífero francotirador de los SEAL, en una película controvertida y ambigua, pero por ello mismo muy interesante.
Chris Kayle (Bradley Cooper en la película) fue conocido entre sus compañeros como la leyenda gracias a la más que discutible hazaña de haber matado en Irak a más de doscientas personas. Ese apodo real se relaciona de manera directa con ciertas ideas formales y de acercamiento de Clint Eastwood al personaje en El francotirador, cuyo título original resulta mucho más directo y explicativo, francotirador americano. Una película que, como la gran mayoría de las obras de Eastwood, aunque no se inscriban dentro del género de manera directa, posee el aliento del western. El cineasta vuelve a rastrear en el interior del mito o de la leyenda, de la épica del relato a través de una historia que a pesar de acontecer recientemente, en manos de Eastwood, posee un sentido legendario que contrasta con la dureza de las ideas que despliega a lo largo de su metraje.
Cuestiones ideológicas
La última película del veterano director se ha visto envuelta desde su estreno de una doble consideración entre quienes ven en ella un alegato belicista y reaccionario y quienes, por el contrario, encuentran en El francotirador una mirada crítica hacia la intervención estadounidense en Irak a través del personaje de Kayle. Lo cierto es que la película de Eastwood posee todos los elementos para que se pueda adoptar una postura u otra ante ella, como sucede en bastantes películas del cineasta a pesar de la condescendencia y justificación que en ocasiones se utiliza para ablandar algunas de ellas. Pero lo cierto es que El francotirador se acerca, según nuestra opinión, más a un intento de radiografiar a un hombre militarizado en su identidad, como consecuencia de un estado anímico beligerante post 11-S, como medio para mostrar desde un ejemplo individual algo más general, que desde un aplauso por parte de Eastwood a Kayle y a su heroicidad, aunque las últimas imágenes de archivo (a las que luego volveremos) puedan hacer pensar lo contrario.
Aun siendo una película notable, los principales problemas de El francotirador provienen más de cuestiones cinematográficas. El cine de Eastwood, que desde 1992, con su obra maestra Sin perdón, ha crecido exponencialmente, siempre ha estado muy sujeto a los guiones (nunca escribe sus libretos). Cuanto más complejos han sido estos, mucho mejor han sido sus películas, y a la inversa. La capacidad visual del cineasta está casi fuera de duda, pero su tendencia al esquematismo analítico, que en El francotirador se presenta en más ocasiones de las deseadas, se ha visto aumentada cuando los guiones mostraban la misma carencia. Si bien es cierto que gracias a su puesta en escena ha sido capaz de aportar a algunas de sus películas de un interés muy por encima del planteamiento argumental.

Una sólida construcción
En El francotirador crea una arquitectura narrativa muy clara y concisa:
- un prólogo nos sitúa en Irak con Kayle enfrentado a una disyuntiva ética/moral, disparar o no a una madre y a su hijo, quienes portan una granada cerca de unos marines.
- sin resolver la decisión, eso vendrá luego, la película da un salto a la infancia y juventud de Kayle para, mediante una sucesión de instantes de su vida que, de manera rápida y muy fragmentaria, dan una idea de dónde viene, qué ideas le inculcaron en su infancia, cómo a pesar de querer ser cowboy acaba, tras ver en televisión varios atentados en el extranjero, convertido en SEAL. Todo es muy esquemático, cierto, pero efectivo. Vemos a un hombre sin demasiado en la cabeza, fácil de convencer y sin tener muy claro qué quiere en la vida Así, es sencillo que acabe convirtiéndose en lo que será. En una comida familia, su padre expresa a sus dos hijos que en la vida hay tres diferentes tipos de personas: las ovejas, los lobos y el perro pastor que defiende a las primeras de los segundos. Más claro, imposible.
- Terminada esa parte de formación tanto personal como militar y tras casarse con Taya (Sienna Miller), la película regresa a Irak, en donde se resuelve la secuencia que abría la película y, a partir de entonces, esta se estructura en base a cuatro despliegues por parte de Kyle entre los cuales hay otros cuatro bloques en los que regresa a casa. A modo de enfrentamiento, cada vuelta a casa viene condicionada con la experiencia bélica, y vemos como Kayle evoluciona en algunos aspectos y en otros no tanto.
Un personaje ambiguo
Sin entrar en más detalles argumentales, lo anterior estructura una película basada en una clara relación causa-efecto y en su exposición para entregar de forma directa las ideas que la película quiere transmitir. Sin llegar a la abstracción sobresaliente de En tierra hostil, en la que el proceso de despersonificación de un soldado era más sombría y dura que en El francotirador, la película de Eastwood retrata muy bien, ayudado por un excelente Cooper, cuya mirada vacía y perdida transmite a la perfección el interior del personaje, a un hombre que poco a poco va convirtiéndose en alguien que tan solo sabe disparar. Aunque experimente al final un cierto proceso moral de toma de conciencia, la ambigüedad de Kayle, muy interesante en tanto a que evita que el personaje sea demasiado cerrado, puede ocasionar que se vea de una manera errónea. Porque Eastwood evita el discurso demasiado fácil, curiosamente dado que sus personajes en general suelen responder a una configuración muy férrea y sin fisuras, algo estereotipados en ocasiones.
Y sin embargo, superada algo más de la mitad de la película, El francotirador acaba agotándose. Lo hace porque el personaje de Kayle, a pesar de todo, no acaba de resultar lo suficientemente interesante como para alargar tanto la narración. Eastwood se muestra mucho más cómodo rodando las secuencias de acción, y curiosamente, la última, un logro técnico impecable, resulta agotadora, porque ha llevado hasta el extremo las posibilidad narrativas de la película. En cambio, todo aquello que acontece a Kayle en relación a su esposa e hijos, su imposibilidad de asumir una vida familiar normalizada (tan solo aceptada más por su condición de tejano que por cuestiones emotivas plenas) y la constante necesidad del oficial de regresar a combate junto a sus compañeros, su verdadera familia, acaba resultando reiterativo. Solo al final, cuando Kayle parece haber asumido una cierta normalidad, encontramos un giro interesante que, por desgracia, queda interrumpido con el final de la película y, con él, el del propio Kayle.
Crítica a una intervención
Pero en esa dialéctica y en esa toma de conciencia que crea Eastwood a partir de las memorias del propio Kayle, vemos una crítica o un cuestionamiento hacia la intervención norteamericana en Irak. La obsesión de Kyle por proteger a los suyos y su obsesiva lucha contra un francotirador sirio viene a ser una prolongación de una actitud extendida, o eso parece querer decir Eastwood, de un país. En su comportamiento vemos cómo la intervención norteamericana en Irak acaba poseyendo los tintes crueles y absurdos que tuvo en realidad. Kayle, como su país, asume la condición de "perro pastor" contra los "lobos" para defender a las "ovejas", el problema es que finalmente acaba moviéndose por impulsos vengativos que nada tienen que ver con la idea de defender la libertad.
Las imágenes finales de El francotirador, tras un magnífico plano de Taya cerrando una puerta y que quizá habría sido el perfecto final para la película, nos muestran un montaje de imágenes de archivo que recuerdan a Kayle tras su muerte. Grises y a través de un foco distorsionado por la lluvia, y a pesar de la música elegiaca que las acompañan, poseen un tono lo suficientemente sombrío como para no desentonar con el discurso de la película, sin embargo, al final, con tan solo dos apuntes visuales, acaba lastrando todo lo anterior y aumentando la ambigüedad de la propuesta por la idea de heroicidad que transmiten. Y eso puede conducir, como ha sucedido, a que borre gran parte de la potencia narrativa y discursiva previa que convierte a El francotirador en una de las mejores películas de los últimos años de Eastwood, lejos de sus grandes logros, pero en la que vuelve a mostrar su capacidad para la puesta en escena y su elegancia visual.
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